miércoles, 21 de septiembre de 2016

Sobre los viejos hábitos

Existen ciertos hábitos que nos acompañan como el olor a quemado. En mi caso es que me resulta indisoluble el acto de leer con el de escuchar música. Depende la lectura, es la música de fondo. Me encanta usar el transporte púbico porque puedo leer, claro que cuando tengo que llegar pronto a un lugar, pues nada, a manejar y ya. Mi gusto por la música es anterior a mi nacimiento, según me contó una vez mi madre.
            Mi madre era una mujer de revelaciones. A veces incómodas, a veces fuera de lugar, pero la mayoría de veces insospechadas. La revelación de mi gusto por la música me la dio cuando me encontró una vez poniéndole música a través de unos audífonos a mi hijo aún en el vientre de su madre. Descubrí que su gusto por Metallica es prenatal, como entendí que era el mío por los Beatles. “Te movías igual que un gusano requemado cuando tu papá te ponía una de sus canciones”. Después mi padre perdió el gusto por la música, excepto por algunos de sus clásicos más, digamos, rupestres. Otra revelación, de las incómodas, fue cuando me dijo que el ginecólogo que llevaba el cuidado de mi hijo, fue el mismo que llevó el cuidado del suyo cuando me esperaba a mí. Nunca supe qué busca con cosas como esa.
            El caso no son las revelaciones de mi madre, sino mi gusto prenatal por la música y el cómo no puedo dejar de escuchar música, literalmente, ni en medio de un parto. Cosa que no le gustó mucho a la madre de mi hijo cuando sonoricé el alumbramiento con Los Ramones y le echaba porras al ritmo de “¡Hey, ho, let’s go!”. Me encanta la combinación de escuchar música y leer. Es como fumar y tomar café o cerveza. Hay una proyección que sublima las dos acciones.
            Hoy venía en ese colectivo que se asemeja tanto a un cinocéfalo griego escuchando a Led Zeppelin y leyendo a Villoro. En un momento dado, la página que leía cobró un mayor sentido cuando el aleatorio de mi reproductor eligió, por un azar indescifrable, “When the Levee Breaks”, y automáticamente recordé que hace unas semanas un amigo me llamó para preguntarme si había visto Argo. El asunto es que él veía esa película y cuando apareció la escena en donde se escucha la mentada canción, se acordó de mí y decidió llamar. No le dije que me salí de la regadera sólo para contestar su llamada, en lugar de eso, le agradecí. Yo también estoy lleno de ese entusiasmo que no sabe de horarios. A más de un amigo he importunado llamándole a deshoras sólo para preguntar cuál es su birriería favorita o en dónde se puede uno comer un huarache decente.

            En ese momento en donde yo estaba pero no estaba en un camión, pero estaba y no estaba con mi amigo y tenía pero no tenía mayor sentido un texto de Juan Villoro, pensé que la vida era demasiado buena y que no siempre se ocupaba de un lugar preciso para, así de golpe, como ocurren estas cosas, pasársela de puta madre.

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